La república del porvenir: entrevista e introducción al nuevo libro de David Casassas y Yannick Bosc

Adelanto de la “Introducción” del libro “La liberté contre le capitalisme. Le républicanisme du XVIIIe siècle et les révolutions à venir” [Libertad contra el capitalismo. El republicanismo del siglo XVIII y las revoluciones venideras] y entrevista a sus autores, Yannick Bosc y David Casassas.

Por: Yannick Bosc y David Casassas / Traducción: Sergio Panisse
Arte: Hugo Orlandini

Acorazado, 2023. Hugo Orlandini. Escultura. Madera y pintura 18,5 x 42,5 x 18,5 cm Inspirada en el film El acorazado Potemkin de Serguéi Eisenstein

Acorazado, 2023. Hugo Orlandini. Escultura. Madera y pintura 18,5 x 42,5 x 18,5 cm Inspirada en el film El acorazado Potemkin de Serguéi Eisenstein

Próximamente se publicará en francés “La liberté contre le capitalisme. Le républicanisme du XVIIIe siècle et les révolutions à venir” [Libertad contra el capitalismo. El republicanismo del siglo XVIII y las revoluciones venideras], de Yannick Bosc y David Casassas. Se trata de una obra prometedora en el campo de los estudios sobre el republicanismo histórico.

Ambos autores son reconocidos por su aporte pionero a este campo. Yannick Bosc es historiador, especialista en la Revolución Francesa, y en particular en la figura de Robespierre. Integra además el Séminaire “L’esprit des Lumières et de la Révolution”, dirigido por la destacada historiadora Florence Gauthier.

David Casassas, por su parte, es profesor de teoría social y política en la Universidad de Barcelona. Su obra se ha centrado en una lectura republicana del pensamiento de Adam Smith, así como en el estudio y la promoción de la renta básica universal. Es también miembro del colectivo editorial SinPermiso.

Para introducir la obra al público hispanoparlante de América Latina, además de compartirles la Introducción e índice del libro traducidos, hicimos dos preguntas a los autores que accedieron a responderlas: ¿Cuál es la novedad o el aporte que busca hacer La liberté contre le capitalisme? ¿Se puede intentar un diálogo con las exploraciones republicanas de América Latina?

Esperamos contar pronto con una traducción al castellano de esta valiosa contribución.

Grupo Sagitario

RS: ¿Cuál es la novedad o el aporte que busca hacer La liberté contre le capitalisme?

Este libro muestra que personajes que solemos separar, o incluso oponer (Thomas Paine, Robespierre, Adam Smith), comparten los grandes principios de un mismo republicanismo cuyos ejes fundamentales hemos olvidado en gran parte. La libertad contra el capitalismo se inscribe en un contexto académico y político. En el plano académico, desde hace 25 años se ha producido una gran renovación de los trabajos sobre el republicanismo, en particular a partir de una crítica de Pettit y Skinner. En el libro damos cuenta de ello. En el plano político, la tradición socialista dominante del siglo XX, centrada en el peso de un aparato estatal poco controlable y en el productivismo, no constituye una respuesta creíble y adecuada a las catástrofes del capitalismo a las que nos enfrentamos hoy en día. El libro se esfuerza por mantener juntas estas dos dimensiones, la académica y la política. El objetivo es comprender los retos políticos contemporáneos del republicanismo democrático y social del siglo XVIII, una tradición que ha sido ocultada y desvitalizada por el relato estándar de la modernidad, ya sea «socialista» o «liberal». Nos esforzamos por restituir su naturaleza y fecundidad y, a partir de ahí, proponer otra lectura de las grandes categorías políticas que ordenan nuestra representación del mundo, como las de «libertad», «propiedad», «mercado» o «Estado». La perspectiva (ambiciosa, pero no estamos solos) consiste en esbozar una reestructuración del pensamiento crítico y político sobre bases distintas a las que se concibieron en los siglos XIX y XX, siglos de los que hemos heredado un aparato teórico-conceptual y unas herramientas para la práctica política que, en nuestra opinión, forman parte del problema. El republicanismo democrático y social del siglo XVIII abre cuestiones muy contemporáneas, en particular la de los bienes comunes y la reapropiación colectiva de los recursos comunes (bienes comunes) de los que nos hemos sido despojados sistemáticamente, ya sean recursos simbólicos, políticos o materiales. Este republicanismo nos recuerda que no hay libertad sin un estricto control democrático de los recursos necesarios para una vida digna. Esto es lo que entendieron aquellos que en el siglo XVIII luchaban contra el capitalismo emergente. Sus soluciones no son «retrógradas», «pasadas de moda» o «arcaicas», como nos han enseñado a pensar. Pueden ayudarnos en el presente. ¡Y de qué manera!

El objetivo es comprender los retos políticos contemporáneos del republicanismo democrático y social del siglo XVIII, una tradición que ha sido ocultada y desvitalizada por el relato estándar de la modernidad, ya sea «socialista» o «liberal»

RS: ¿Se puede intentar un diálogo con las exploraciones republicanas de América Latina?

Por supuesto que sí. De hecho, en América Latina, esas exploraciones son especialmente importantes porque la idea de “república”, de “republicanismo”, ha sido adoptada y ensalzada por una derecha que, bien mirado, la ha vaciado de contenido. Como es sabido, muy a menudo la derecha latinoamericana apela a los valores y a los procedimientos “republicanos” porque ve en ellos una idea de “orden” que estaría ausente en los proyectos políticos de la izquierda, tan “populistas”, tan de esa “chusma” desorganizada que, según reza la cantinela habitual, se limita a hacer seguidismo del griterío de los liderazgos caudillistas. Todo esto es bien conocido en países como Argentina o Chile, entre tantos otros. Pero lo interesante (¡y escandaloso!) de la cuestión es que estos espacios de derechas sedicentemente “republicanos” rompen por completo con la gramática política republicana.

De hecho, en América Latina, esas exploraciones son especialmente importantes porque la idea de «república», de «republicanismo», ha sido adoptada y ensalzada por una derecha que, bien mirado, la ha vaciado de contenido.

Para el republicanismo, no hay ni libertad ni ciudadanía si las personas no acceden incondicionalmente a recursos materiales y/o simbólicos de muchos tipos -tierra, vivienda, sanidad, educación, agua, energía, ingresos no necesariamente salariales, etc.-. Este es el esquema republicano fundamental que se mantiene desde la Grecia clásica hasta los socialismos, pasando por Roma, el renacimiento italiano, las revoluciones plebeyas de la Castilla del siglo XVI, de los Países Bajos de los siglos XVI y XVII, de la Inglaterra del XVII, de la Francia y los Estados Unidos del siglo XVIII -y este es el esquema ético-político que harán suyo autores tan disímiles, pero tan alejados, todos ellos, de las coordenadas políticas (proto)liberales, como Aristóteles, Cicerón, Maquiavelo, Locke, Spinoza, Smith, Paine, Robespierre, Kant, Marx, etc.-. Este esquema también se hallará en los desarrollos sociopolíticamente más avanzados del “republicanismo socializante” propio de las alas izquierdas de las independencias latinoamericanas -pensemos en José Esteban Echeverría en Argentina, en Artigas en Uruguay, en Martí en Cuba, etc.-. Una vez comprendida esta cuestión, nos corresponde decidir si optamos por ser “republicanos oligárquicos o antidemocráticos” o “republicanos democráticos”. Los republicanos oligárquicos nos dirán que “claro que no hay libertad sin acceso incondicional a recursos, pero no nos parece un problema que solo acceda a recursos, y por tanto a la libertad y a la ciudadanía, una parte minoritaria de la población, normalmente varones nacidos propietarios”.

Para el republicanismo, no hay ni libertad ni ciudadanía si las personas no acceden incondicionalmente a recursos materiales y/o simbólicos de muchos tipos -tierra, vivienda, sanidad, educación, agua, energía, ingresos no necesariamente salariales, etc.

En cambio, los “republicanos democráticos” aseguran que “por supuesto que no hay libertad sin acceso incondicional a recursos, y de lo que se trata es de que las instituciones públicas, esto es, la res publica, la ‘república’, se encarguen de introducir, asumiendo todas las dosis de conflicto político con las oligarquías que haya que asumir, políticas del tipo que sea para garantizar la independencia socioeconómica de todos los moradores de nuestras sociedades, sin exclusiones de ningún tipo”. No hace falta que digamos que nosotros somos partidarios de este tipo de “republicanismo democrático” -o “republicanismo socialista”, si lo queremos decir así-, pero quisiéramos añadir a renglón seguido que nos parecería mucho más honrado intelectualmente que la derecha latinoamericana (o estadounidense o francesa o…) dijera abiertamente, también hoy, que está a favor de alguna forma de “republicanismo oligárquico”: “la libertad y la ciudadanía tienen unos fundamentos materiales y simbólicos, claro está, y no nos parece mal ético-políticamente que las grandes mayorías sociales no accedan a ellos, no nos parece grave que solo unos pocos accedan a la libertad y a la condición de ciudadanía plena”. Esto sería una aberración moral, pero habría cierta honradez intelectual, científica. En cambio, lo que hace la derecha latinoamericana (y estadounidense y francesa y…), por mucho que se autodenomine “republicana”, es abandonar la gramática política republicana -la libertad y la ciudadanía dejan de tener unos fundamentos materiales y simbólicos-, para abrazar con fervor la gramática política propia del liberalismo -las personas son libres en la medida en que, supuestamente, son iguales ante la ley, con total independencia de las condiciones materiales y simbólicas que rigen el mundo gobernado por dicha ley-. Los autores que trabajamos en nuestro libro -Adam Smith, Thomas Paine, Maximilien Robespierre- nos ayudan a entender que la derecha latinoamericana (y estadounidense y francesa y…) puede que se llame “republicana”, pero es rabiosamente liberal, pues asume que la gente pobre, las personas y grupos sociales con mayores dificultades socioeconómicas para tirar adelante, se halla en esta situación no porque haya relaciones de poder y dependencia que las subordinen, sino porque, en cierto modo, así lo han preferido o, dicho en otras palabras, porque les ha faltado la iniciativa, la voluntad y el empuje para vivir con la seguridad, las comodidades y la capacidad de influencia de los más ricos. Todo esto supone una ruptura radical con la tradición republicana. Por ello, nuestro libro sugiere que la rearticulación de los proyectos emancipadores propios del mundo contemporáneo -el rearme de la izquierda, si lo queremos decir así- pasa no por el abandono de la libertad “republicana” y de la “república” por el simple hecho de que José Antonio Kast, por ejemplo, use esos términos -aunque luego aspire a hacer todo lo contrario de lo que ese lenguaje republicano establece-, sino que exige la recuperación del republicanismo para el grueso de las clases populares. ¿Queremos “repúblicas” en sentido estricto? ¿Queremos “repúblicas democráticas”, esto es, que garanticen la libertad y la condición de ciudadanía al conjunto de la población, sin exclusiones? Sí, las queremos, y sabemos, como lo supieron los revolucionarios mexicanos de la década de 1910, que ello exige unos repartos mucho más igualitarios de los recursos disponibles, de la riqueza nacional, la cual constituye un bien colectivamente generado que, en nuestro mundo, queda en manos de unos pocos por razones que poco tienen que ver con el mérito y, menos, con la democracia. En resumen: ¿nos declaramos republicanos (democráticos)? Magníficas noticias. Pero ello implica que, al mismo tiempo, hagamos nuestro el empeño socialista (democrático) de universalizar el acceso a (el control de) recursos que garanticen a todo el mundo una existencia en condiciones de dignidad. Ojalá contemos cada vez más con estudios históricos y en el campo de la teoría política que subrayen la presencia, también en América Latina, en el pasado y, sobre todo, también en el presente, de ese vínculo republicano entre libertad, ciudadanía y acceso universal a recursos.

¿Nos declaramos republicanos (democráticos)? Magníficas noticias. Pero ello implica que, al mismo tiempo, hagamos nuestro el empeño socialista (democrático) de universalizar el acceso a (el control de) recursos que garanticen a todo el mundo una existencia en condiciones de dignidad.

***

Presentamos a continuación la traducción de la “Introducción” y del Sumario del libro de Yannick Bosc y David Casassas, La liberté contre le capitalisme. Le républicanisme du XVIIIe siècle et les révolutions à venir [La libertad contra el capitalismo. El republicanismo del siglo XVIII y las revoluciones por venir], París, Éditions Critiques, 2024.

 Introducción

“El objetivo de toda asociación política es la preservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. 

Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
del 26 de agosto de 1789, Artículo 2.

Esta historia nos resulta familiar. Aprendimos sus fundamentos en la escuela y estos moldean nuestras representaciones políticas. La Revolución Francesa fue una revolución burguesa, y los principios de la Declaración de los Derechos consagraron la libertad del propietario. Son el fundamento jurídico del capitalismo, es decir, de la modernidad. Por un lado, están los derechos de libertad que se afirmaron en 1789; por otro, los derechos de prestación o derechos sociales. Estos últimos se refieren a la igualdad y surgen posteriormente: son derechos de segunda generación. El fundamento de los derechos de prestación reside en el fortalecimiento del Estado, que constituye la base de una política de izquierdas. Por otro lado, una política liberal (de derechas) está, como su nombre indica, al servicio de la libertad económica e individual.

Acorazado (detalle), 2023. Hugo Orlandini.
Escultura. Madera y pintura 18,5 x 42,5 x 18,5 cm
Inspirada en el film El acorazado Potemkin de Serguéi Eisenstein
Acorazado (detalle), 2023. Hugo Orlandini. Escultura. Madera y pintura 18,5 x 42,5 x 18,5 cm Inspirada en el film El acorazado Potemkin de Serguéi Eisenstein

Este es el relato que queremos cuestionar. Solemos considerarlo un hecho a partir del cual sería relevante pensar y actuar políticamente hoy. Por el contrario, nosotros lo entendemos como una construcción ideológica que obstaculiza nuestra imaginación política y nos inmoviliza. Por lo tanto, proponemos sustituirlo por otra forma de contar la historia, en la que los principios de la Declaración no sean los de los «derechos burgueses», una política de izquierda no sea necesariamente estatista, y donde la libertad y la igualdad se conciban conjuntamente. Para ello, contamos con los recursos del siglo XVIII, siglo en el que se configuró la ideología capitalista, pero también ante la cual se desarrolló otra concepción de la «modernidad». Abordaremos esta crítica del capitalismo naciente y la otra forma de contar la historia que posibilita basándonos en tres figuras del Siglo de las Luces: Thomas Paine (1737-1809), Maximilien Robespierre (1758-1794) y Adam Smith (1723-1790). El relato estándar ha dificultado su reconciliación: el primero encarna la «democracia estadounidense» y los derechos humanos, el segundo el «terror» revolucionario potencialmente totalitario, y el tercero el «mercado» desenfrenado y todopoderoso. Sin embargo, a pesar de sus diferencias, los tres comparten la misma concepción de la libertad: una crítica al capitalismo tal como se ha desarrollado hasta nuestros días. Esta libertad se concreta en una idea de la república que hemos perdido y que creemos útil hoy para pensar nuestro futuro.

proponemos sustituirlo por otra forma de contar la historia, en la que los principios de la Declaración no sean los de los «derechos burgueses», una política de izquierda no sea necesariamente estatista, y donde la libertad y la igualdad se conciban conjuntamente

El siglo XVIII no es el siglo XXI, y los problemas a los que nos enfrentamos en el siglo XXI no son los del XVIII. No vivimos en el mismo mundo. Somos ocho veces más en la Tierra, donde el productivismo y el consumo excesivo se han convertido en problemas importantes. Las mujeres y los hombres del siglo XVIII depositaron sus esperanzas en un sistema de producción que proporcionará a la población los medios para existir y consumir. Su futuro no se vio amenazado por el cambio climático ni socavado por el proceso de industrialización. El capitalismo no era dominante, sino emergente. Por otro lado, fue a finales del siglo XVIII cuando se establecieron los principios fundamentales que aún organizan nuestras sociedades. Fueron el resultado de luchas de una intensidad excepcional, una de cuyas culminaciones fue la Revolución Francesa. Como siempre, la versión de los vencidos se ha vuelto invisible. Por lo tanto, tenemos la de los vencedores, desarrollada en los siglos XIX y XX, que acompañó y sostuvo el ciclo de productivismo que comenzó en el siglo XVIII. Paine, Robespierre y Smith nos ayudan a deconstruir este relato de la modernidad que confunde el productivismo con el progreso y el liberalismo económico con la libertad. En este sentido, seguimos el camino abierto por un historiador como Quentin Skinner cuando estudió a los republicanos ingleses del siglo XVII y les preguntó qué era La libertad antes del liberalismo 1, es decir, antes de que la ideología liberal la convirtiera en su tema. Skinner propone buscar en el pasado aquello que nos permite distanciarnos de nuestras creencias y cuestionarlas. En particular, sugiere exhumar principios que hemos olvidado y preguntas que ya no nos planteamos, pero gracias a las cuales sería posible reconsiderar nuestra opinión sobre ellas. Como señaló Marc Bloch, quien también estigmatizó el «pecado del anacronismo», la historia se escribe desde el presente del historiador. Es desde su presente desde donde problematiza el pasado. Es desde nuestras preguntas del siglo XXI desde donde cuestionamos el siglo XVIII, no para buscar allí lo mismo —nuestra visión del mundo—, lo que conduce al anacronismo, sino para estudiar lo otro, una visión del mundo que hemos olvidado en gran medida.

Gracias a este trabajo de «arqueología» de los conceptos que reivindica, Quentin Skinner ha demostrado que existía en la tradición republicana de los siglos XVI y XVII, en Italia e Inglaterra en particular, una idea de libertad capaz de competir con la del «liberalismo» 2. Esta última fue teorizada a finales del siglo XVIII y principios del XIX por Germaine de Staël y, posteriormente, por Benjamin Constant. Tras la Revolución Francesa y como reacción al Terror, estos autores desarrollaron un modelo que organizaría nuestra concepción de la libertad política durante dos siglos. Esta concepción establecía un contraste entre la libertad de los “antiguos” y la de los “modernos”. Para los primeros, explicaban, es el hecho de actuar como ciudadanos lo que nos hace libres, mientras que para los segundos, lo que nos hace libres es el hecho de que nuestras acciones no se vean obstaculizadas. La libertad de los modernos es la libertad del liberalismo. Según este modelo, si bien la libertad de los antiguos se adaptó a los mundos griego y romano de la Antigüedad, centrados en la ciudad, es, en cambio, incompatible con la modernidad, fundada en el individuo, la producción y el comercio, no en la vida pública. Para Germaine de Staël, Robespierre era un “antiguo” perdido en la «modernidad», actuando desde una concepción de la libertad extraída de la tradición antigua, la cual resulta inadecuada para el siglo XVIII, además de peligrosa. El «Terror», por lo tanto, resultó de la implementación de la libertad de los antiguos en el mundo de los modernos. Residía en el hecho de atacar los derechos individuales (la libertad de los modernos) en nombre de la virtud política (la libertad de los antiguos). Robespierre, por lo tanto, supuestamente obstaculizaba la libertad en nombre de la igualdad y al individuo en nombre del grupo (el interés de la ciudad). Esta teoría liberal de la libertad está en la raíz del relato según la cual la Declaración de los Derechos de 1789 otorgó plena libertad a los propietarios con respecto al uso de sus bienes —tal como se establece en el Código Napoleónico— y, de esta manera, constituyó la justificación legal del capitalismo.

Quentin Skinner en la historia y Philip Pettit 3 en el plano de la teoría política han sacudido este esquema construido sobre la oposición entre la libertad de los Antiguos y la de los Modernos, una oposición que será actualizada en el siglo XX por Isaiah Berlin 4. En efecto, Skinner y Pettit propusieron una tercera concepción de la libertad, más antigua que la de los liberales e históricamente atestiguada: la libertad republicana, que se concibe como no dominación. Soy libre si nadie me domina y si yo no domino a nadie. A partir de este concepto de libertad, Philip Pettit sentó las bases de un neorrepublicanismo que hoy nos permite reapropiarnos de una herencia republicana muy diferente de la que nos legó la historia de Francia moldeada por la Tercera República. Sin embargo, Pettit y Skinner ignoran el siglo XVIII y la Revolución Francesa, del mismo modo que dejan de lado la cuestión económica y la cuestión social, esto es, los “derechos sociales”. Silencian el proceso de apropiación y el derecho a la existencia, que ocuparon un lugar decisivo entre los republicanos de la segunda mitad del siglo XVIII 5. En este trabajo, nos gustaría no solo destacar que existe una concepción de la libertad distinta de la de los «liberales», sino sobre todo mostrar que la concepción republicana de la libertad que observamos en la segunda mitad del siglo XVIII es incompatible con la versión «liberal» de la libertad, es decir, con el «liberalismo» entendido como la ideología del capitalismo. Dado que las fuentes nos invitan a ello, el republicanismo que evocaremos a través de Thomas Paine, Maximilien Robespierre y Adam Smith estará profundamente arraigado en cuestiones económicas, en los problemas de propiedad y el derecho a la existencia y, por ello, en cuestiones políticas, ya que para estos republicanos la economía es política. Precisamente por ser política, esta concepción republicana de la economía es incompatible con el capitalismo.

En este trabajo, nos gustaría no solo destacar que existe una concepción de la libertad distinta de la de los «liberales», sino sobre todo mostrar que la concepción republicana de la libertad que observamos en la segunda mitad del siglo XVIII es incompatible con la versión «liberal» de la libertad, es decir, con el «liberalismo» entendido como la ideología del capitalismo.

Pero ¿qué es el capitalismo? Contrariamente a lo que se suele afirmar, el capitalismo no es el intercambio mercantil, no es el hecho de que existan mercados y comercio, dinero, ganancias y propiedad privada. Todo esto siempre ha existido, y el relato «liberal» consiste en afirmar que el capitalismo existiría desde la eternidad, como los mercados, el comercio y la propiedad privada. Sería una forma natural de organización humana que durante mucho tiempo no pudo alcanzar su máximo potencial porque la libertad se vio obstaculizada por los arcaísmos de las sociedades premodernas. Sin embargo, el capitalismo no siempre ha existido 6. El capitalismo no es el comercio ni el mercado, ni siquiera la libertad de comercio, sino la obligación de pasar por el mercado – por las relaciones mercantiles – para acceder a los medios de subsistencia. El capitalismo se caracteriza, ante todo, por la coerción y se basa en que todo se convierta en mercancía. Genera una economía supuestamente desarraigada de las sociedades, es decir, una economía que funcionaría independientemente de las normas morales y políticas como las que antes permitían regularla 7. Este es un fenómeno nuevo, teorizado desde el siglo XVIII, asociado a una concepción de la economía entendida como una ciencia total de las sociedades, en la que el mercado reemplaza a la política. Una economía republicana, tal como la concibieron Paine, Robespierre y Smith, y por lo tanto una economía política, implica, por el contrario, arraigar la economía en la sociedad o, más precisamente, implica hacer explícito el hecho de que la economía siempre está arraigada en la sociedad. La gran pregunta es quién regula esta economía y a favor de quién. De forma complementaria, y como demostró Marx, el capitalismo consiste en una relación de dominación (una relación de clase), lo que constituye otra razón para afirmar que, de hecho, el capitalismo es irreconciliable con el principio de libertad republicana definido como no dominación. Esta dominación capitalista fue posible gracias a la confiscación masiva de recursos, en un largo proceso que comenzó en el siglo XVI y luego se intensificó, y mediante el cual los medios de producción —inicialmente, la tierra— se concentraron en pocas manos. Este proceso obliga a los trabajadores a vender su fuerza de trabajo como mercancía, ya que se convierte en el único recurso del que disponen para vivir. En sus quejas dirigidas «al rey y a la nación reunida» en 1789, los maestros sederos de Lyon (los famosos Canuts), que veían esta visión salarial del mundo y el fin de su condición de productores independientes como algo inminente, la consideraron algo equivalente a la condición de la esclavitud. De hecho, conviene no olvidar que la plantación esclavista fue un campo de pruebas para los primeros teóricos del capitalismo 8.

Una economía republicana, tal como la concibieron Paine, Robespierre y Smith, y por lo tanto una economía política, implica, por el contrario, arraigar la economía en la sociedad o, más precisamente, implica hacer explícito el hecho de que la economía siempre está arraigada en la sociedad

Con el fin de hacer frente a la rebelión y a la organización de los desposeídos, el capitalismo ha experimentado varias mutaciones desde el siglo XIX. En el llamado mundo «desarrollado», la principal ha sido la compra de paz social mediante la expansión del consumo y el crédito, lo cual ha equivalido a una forma de pérdida del control sobre nuestras vidas o, en otras palabras, de aceptación de la dominación (trabajo forzoso) mientras que, paralelamente, se iban abriendo mayores vías para el despliegue del productivismo. En el siglo XVIII, la economía política republicana criticó este proceso emergente de desposesión y dominación. Hoy, un enfoque republicano de la misma naturaleza consistiría en recuperar el control de nuestras vidas mediante el control de los recursos. Los republicanos del siglo XVIII nos ayudan a reflexionar sobre las modalidades de una reapropiación de los medios de producción. Veremos que esto no implicará necesariamente la estatalización tal y como generalmente la concebimos y como la llevaron a cabo ciertas corrientes socialistas en el siglo XX. El principio de propiedad común no es el de la propiedad estatal, lo que no significa que la propiedad pública no pueda ser un medio para materializar la idea de propiedad común. Cuestionar los mecanismos de dominación también debería llevarnos a cuestionar los medios de su aceptación -lo que Marx llama “alienación”- y, por lo tanto, a cuestionar el productivismo y el consumismo que la acompañan. Esto introduce en la ecuación la opción republicana de la «frugalidad» o de la «amable mediocridad», como la llama Robespierre. Ni que decir tiene, todo ello fue caricaturizado para poder juzgarlo como algo anticuado y desagradable —pensemos en el mito del triste Robespierre contra el hedonista Danton—, pero hoy en día resuena con el principio del “decrecimiento” o de la reducción de la “huella ecológica”. Veremos que durante la Revolución Francesa, el movimiento popular y sus representantes se apoyaron en normas republicanas fundadas en el derecho a la existencia para regular la acumulación (de bienes, de riqueza), lo cual se estimaba posible solo si no ponía en peligro el derecho a la existencia de los demás. No hace falta decir que hallamos aquí un límite que el capitalismo transgredió sistemáticamente.

Veremos que durante la Revolución Francesa, el movimiento popular y sus representantes se apoyaron en normas republicanas fundadas en el derecho a la existencia para regular la acumulación (de bienes, de riqueza), lo cual se estimaba posible solo si no ponía en peligro el derecho a la existencia de los demás

El productivismo es la piedra angular del capitalismo, constituye la razón y el medio de la dominación obrera, la condición para la ganancia y el consumismo. A escala planetaria, y a pesar de la creciente conciencia de que ya no es sostenible, el productivismo y el extractivismo asociado a él siguen prosperando. Y lo están haciendo cada vez con mayor solidez, puesto que la mayoría de la población mundial, si bien ha visto los daños que causan, aguanta sin haber saboreado sus quiméricas promesas. En estas condiciones, puede parecer aventurado pensar que el modelo productivista nacido en el siglo XVIII, en tanto que modelo, está llegando a su fin. El hecho de que haya alcanzado sus límites se debe a que los recursos del planeta no son expandibles y al hecho de que la catástrofe climática que ha engendrado lo está obstaculizando en última instancia -todo ello se ha convertido ya en una apreciación de sentido común-. Estas enfermedades autoinmunes del capitalismo han sido diagnosticadas desde hace tiempo, entre otros por Ivan Illich y André Gorz. También observamos que, a pesar de la enorme presión social y educativa, la aceptación, por parte de las nuevas generaciones, de la condición de “trabajador forzoso” ya no parece evidente. Sin embargo, si el modelo está al límite de sus fuerzas, el colapso del productivismo en sí probablemente no sea inminente. Incluso podemos pensar que el caos que provoca se ha convertido en una de las condiciones para la supervivencia del capitalismo. Generar y mantener el caos es uno de los métodos clásicos de dominación y tiranía, según la expresión de Heródoto o Aristóteles, y ante las respuestas de la tiranía —hoy, los fascismos y sus sucedáneos— es esencial diseñar e implementar respuestas democráticas. De no hacerlo, las consecuencias serán catastróficamente descivilizadoras.

Partir del principio de que el modelo productivista ha agotado su potencial nos anima a rechazar el relato liberal que lo acompañó durante dos siglos, pero también nos obliga a distanciarnos del tipo de relato socialista que terminó estableciéndose de forma mayoritaria en el siglo XX. Este, de hecho, comparte con el liberalismo la misma concepción del progreso basada en el productivismo -en un productivismo supuestamente socializado en lugar de privatizado, eso sí-. El agotamiento del paradigma productivista lleva a la obsolescencia de estas dos ideologías antagónicas que lo comparten, como dos caras opuestas de la misma moneda. Todo ello nos obliga a no reproducir el mundo heredado y, por lo tanto, a distanciarnos del «liberalismo» y de este «socialismo» productivista que también forma parte de esa misma herencia. Esto significa, por lo tanto, que debemos replantear los problemas de la libertad y de la «cuestión social» sobre los que los discursos de estas dos tradiciones se asentaron y se hicieron hegemónicos.

Partir del principio de que el modelo productivista ha agotado su potencial nos anima a rechazar el relato liberal que lo acompañó durante dos siglos, pero también nos obliga a distanciarnos del tipo de relato socialista que terminó estableciéndose de forma mayoritaria en el siglo XX

Con el «liberalismo» y el «socialismo», tal como se establecieron en el siglo XX -y dejamos de lado aquí todos los intentos de desplegar una vía democrática al socialismo-, nos encontramos ante dos opciones políticas opuestas en las que la libertad entra en tensión con la igualdad (o con “lo social”). Aumentar la libertad inevitablemente conllevaría un aumento de la desigualdad; aumentar la igualdad necesariamente conllevaría una reducción de la libertad. Por ejemplo, no dispongo libremente de mi dinero si los impuestos se llevan una parte para redistribuirlo. En cambio, si concebimos la libertad como no dominación, y no como mera ausencia de obstáculos, es posible pensar en la libertad y la igualdad como bienes de los que podemos disfrutar conjuntamente. Esto es lo que permite la tradición republicana. Sin embargo, la claridad conceptual con respecto al “republicanismo” no es inmediata, ya que, en la pugna por el legado de dicha tradición encontramos a menudo también una idea muy empobrecida o incluso opuesta de “república”. En Chile, los nostálgicos de Pinochet fundaron un “Partido Republicano” que, como los seguidores de Donald Trump en Estados Unidos o “Les Républicains” de la Francia actual, reúne a la derecha más conservadora. Si esta es la idea de república, es difícil ver cómo podría subvertir las lógicas del capitalismo. De hecho, a ojos de nuestros contemporáneos -quizás con la excepción de la Península Ibérica-, la “república” no encarna la subversión. En Francia, en particular, se ha convertido en la máscara del autoritarismo y en el sostén de lo que Jean-Fabien Spitz denomina “un nuevo fundamentalismo político” que instrumentaliza el secularismo con fines identitarios y refuerza las relaciones de dominación 9. En tales casos, el “orden republicano” se mantiene mediante la violencia contra quienes desafían su naturaleza de clase y su lógica poscolonial.

si concebimos la libertad como no dominación, y no como mera ausencia de obstáculos, es posible pensar en la libertad y la igualdad como bienes de los que podemos disfrutar conjuntamente

Las representaciones más comunes de la república tienen sus raíces principalmente en la Tercera República, la de Jules Ferry. Es a esta —o, dicho con mayor precisión, a su mito— a la que se refieren comúnmente la gran mayoría de los políticos franceses que hoy afirman defender la idea republicana, sobre todo cuando enarbolan sus «valores». En cambio, las repúblicas predecesoras, la Primera -durante la Revolución Francesa- y la Segunda (1848), suelen considerarse curiosidades históricas. Vendrían a ser borradores republicanos en los que resulta inútil buscar ayuda concreta para reflexionar sobre el mundo actual, y más todavía cuando resulta que la Primera República, que rige entre 1793 y 1794 (Año II de la República), tuvo, además, la supuesta gran desventaja de estar caracterizada por el «Terror». Sin embargo, es a esta Primera República «terrorista» a la que nos referiremos al analizar la tradición republicana democrática de la Revolución Francesa. Entre 1789 y 1794, todos los actores, realistas o republicanos —y, entre estos últimos, girondinos o montañeses— blandieron el terror, en el sentido del miedo que debían sentir sus enemigos, un terror proporcional a la represión a la que se ven sometidos. En cambio, la noción de «Terror» entendida como un sistema político cuya concepción se atribuye a Robespierre es una construcción posterior. De hecho, fueron quienes ejecutaron a Robespierre y pusieron fin al experimento republicano del año II quienes lo designaron como un «sistema de terror» que la historiografía definiría bajo el término «Terror», con «T» mayúscula 10. La construcción de los términos «Terror» y «terrorista» fue una forma muy eficaz de oscurecer la naturaleza de esta experiencia republicana. Desde entonces, la acusación de «terrorismo» ha sido una herramienta clásica de descalificación política. A pesar del estigma, la tradición republicana democrática ha tenido herederos. Se incorporó parcialmente a los primeros socialismos antes de desaparecer a finales del siglo XIX bajo el peso de un liberalismo triunfante y, también, de un marxismo convertido en dogma estandarizado. Es esta última etapa la que Antoni Domènech denominó El Eclipse de la Fraternidad 11. Pues bien, es esta tradición, entonces en declive, la que los historiadores marxistas críticos intentarán exhumar, e incluso reactivar. Pensemos en Albert Mathiez en la primera mitad del siglo XX o en E.P. Thompson en la segunda. Nuestro libro sigue sus pasos.

El hecho de que la noción de república y los principios republicanos sean falsificados no es nuevo, pues lo fueron desde el principio. En otoño de 1795, mientras quienes acababan de eliminar a los «terroristas» instituían una república de propietarios, Graco Babeuf consideró que las palabras “república”, “libertad” e “igualdad” se habían convertido en “lo opuesto a la definición del diccionario” 12. Cabe destacar que fueron personas cercanas a Babeuf —y a Robespierre—, como Philippe Buonarroti, quienes vincularon la tradición republicana democrática del siglo XVIII con la tradición socialista de principios del siglo XIX. Querían dar testimonio de cierta idea de república democrática y social frente a las clases dominantes, que intentaban erradicarla mediante la represión física, pero también mediante la del lenguaje. La invención de la «libertad de los modernos» y del «liberalismo» fue un paso decisivo en este proceso de confiscación del lenguaje político y de invisibilización de la libertad republicana. Controlar el significado de la “libertad”, pero también de la “propiedad”, la “soberanía” e incluso el “Estado” es, obviamente, una cuestión fundamental. Es a través del sentido que damos a estas palabras que organizamos nuestras sociedades y definimos las leyes que las rigen. La Revolución fue uno de los grandes momentos en la lucha por controlar el significado de las categorías políticas, con Robespierre denunciando constantemente lo que él llamaba el «abuso de las palabras». En la era del storytelling, de las verdades alternativas y de un envenenamiento generalizado del lenguaje, se hace urgente reapropiarnos de las categorías a partir de las cuales podemos y queremos construir nuestro mundo y gracias a las cuales otros lo destruyen 13. Esto es lo que proponemos en este libro, cuyos capítulos se estructuran en torno a los siguientes conceptos clave.

Como corresponde, comenzamos con la libertad (Capítulo 1), tal como la movilizaron las corrientes republicanas en el siglo XVIII, y la confrontamos con la libertad del «liberalismo». Mientras que la libertad «liberal» es un atributo del individuo atomizado, la libertad como no dominación es una relación social: soy libre porque los demás también lo son. La libertad efectiva pues, va de la mano de la afirmación de un igual derecho a la libertad.

Mientras que la libertad «liberal» es un atributo del individuo atomizado, la libertad como no dominación es una relación social: soy libre porque los demás también lo son. La libertad efectiva pues, va de la mano de la afirmación de un igual derecho a la libertad.

Esto tiene importantes consecuencias para la propiedad (Capítulo 2). Republicanos como Robespierre no son hostiles a la propiedad ni buscan erradicarla en nombre de la igualdad. Por otro lado, denuncian una concepción de la libertad según la cual el propietario podría disfrutar de su propiedad sin trabas, es decir, en detrimento de la existencia de otros y, por ende, de su libertad. Debido a esta idea de libertad, consideran que los bienes que nos permiten vivir no deben abandonarse a la violencia del mercado, sino que han de constituir una “propiedad social común”. Los mercados son, por lo tanto, objetos políticos.

El republicanismo de Adam Smith también nos anima a pensar los mercados como instituciones políticamente constituidas que, con la valentía política necesaria, pueden utilizarse para democratizar la vida económica y social (Capítulo 3). La economía política de Adam Smith, lejos de defender el capitalismo, nos ofrece herramientas para problematizarlo, condenarlo y superarlo.

En el siglo XVIII, la indispensable regulación republicana de los mercados no implicaba necesariamente un Estado fuerte y centralizado que estuviera a cargo de su control (Capítulo 4). Contrariamente a la creencia popular, el jacobinismo original no era centralizador. El poder ejecutivo debía ejercerse lo más cerca posible de la población y bajo su supervisión, en los municipios. En efecto, el poder ejecutivo no era el ámbito de una administración y de unos expertos que se concentraran en los ministerios de la capital. El ideal republicano era el de un pueblo que se gobernaba y administraba a sí mismo o gracias a la intermediación de agentes o comisarios situados bajo su estricto control.

En el siglo XVIII, la indispensable regulación republicana de los mercados no implicaba necesariamente un Estado fuerte y centralizado que estuviera a cargo de su control

Este control es un atributo de la soberanía popular. Se basa en principios políticos fundados en el derecho natural, cuya expresión es la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Estos son los principios que Thomas Paine caracteriza como “sentido común” (Capítulo 5). En el siglo XVIII, el sentido común y la idea de una república democrática que lo acompaña entraron en conflicto con los prejuicios de las élites del conocimiento y la riqueza, que se consideraban los únicos “expertos”, es decir, los únicos actores capaces de definir el interés general y las políticas que supuestamente debían conducir al mismo.

¿Bajo qué condiciones, se pregunta Thomas Paine en este punto, podemos considerar que vivimos en una sociedad civilizada? Con la condición, responde, de que todos los individuos que la componen tengan garantizado el derecho a una existencia digna. Esto implica tener acceso incondicional a los recursos que han sido confiscados y sin los cuales no es posible llevar dicha existencia digna (Capítulo 6). Para abordar la desposesión y la dominación que esta engendra, Paine propone el principio de una asignación monetaria universal e incondicional que forme parte de una república concebida como un bien común constituida por una sociedad de seres humanos igualmente libres. De hecho, la república es también un modo de gobierno en común de ese bien común que consiste en la aplicación de los principios del derecho natural. El interés general no es allí asunto de un aparato estatal, sino de los ciudadanos. De este modo, el republicanismo democrático del siglo XVIII nos anima a redescubrir la dimensión subversiva de la Declaración de 1789 —que en Francia forma parte del “bloque de constitucionalidad”— y de la Declaración universal de 1948, que se inspira en ella y la completa. Nos incita a «hacer hablar a la ley» 14 en el sentido del bien común y no del interés de los poderosos, para así resistir la opresión del capitalismo y construir formas de interdependencia entre seres humanos efectivamente libres.

La liberté contre le capitalisme - Yannick Bosc y David Casassas

Sumario: 

Introducción

Capítulo 1 – La libertad contra la libertad

Capítulo 2 – La propiedad contra la propiedad

Capítulo 3 – El mercado contra el mercado

Capítulo 4 – El Estado contra el Estado

Capítulo 5 – La experiencia contra la experiencia (“L’expertise contre l’expertise”) 15

Capítulo 6 – La civilización contra la civilización

Conclusión

Código del artículo: 25002007

Scroll al inicio