Democracia y Socialismo: Por qué todo militante tiene que leer a Arthur Rosenberg

Por Juan Delgado

Archivo tomado de la revista digital Sociedad Futura www.sociedadfutura.com.ar (caída)

I

Arthur Rosenberg (1889-1943) fue un historiador marxista nacido en Berlín de forma casi contemporánea a la fundación de la II Internacional. Su último libro publicado fue Demokratie und Sozialismus [Democracia y Socialismo] en el año 1938, cuando ya estaba instalado en su exilio norteamericano. 

Como verán, no podemos valernos de un aniversario “redondo” como excusa para discutir sobre la actualidad de su texto ni su obra. Que se cumplan 132 años de su nacimiento, 78 de su muerte u 83 de la publicación en alemán de “Democracia y Socialismo” no parece conmover a nadie. De todas formas, hablamos de un autor que por la originalidad de su pensamiento, la rigurosidad de su trabajo y su compromiso y sacrificio militante nos obliga a saltearnos algunos años y adelantar el famoso texto sobre “la actualidad de…” que siempre aparece en medios como el nuestro.

Textos de ese tipo corren el inevitable peligro de caer en comparaciones estériles o forzadas, en afán de presentar los rasgos actuales y útiles de los trabajos de un pensador o pensadora décadas después de su muerte o publicación de un texto de su autoría. Este texto intentará escapar a esas tentaciones que tiene toda persona fascinada con una mente brillante como la de Rosenberg.

El objetivo de este texto no es reseñar “Democracia y Socialismo”, ni tan solo presentar a Arthur Rosenberg al lector. Por el contrario, buscamos recoger el guante de la línea de trabajo del historiador alemán para indagar acerca de las posibilidades que nos ofrece a los militantes del Siglo XXI que nos consideramos comprometidos con la transformación radical del mundo actual. En ese sentido, presentaré tres claves de lectura del texto que me parecen particularmente actuales para el análisis realista de la lucha de clases en la actualidad.

El personaje del que hablamos es uno muy peculiar. Estudiante destacado de la universidad bismarckiana, comenzó una promisoria carrera como historiador del mundo antiguo antes de ser reclutado como agente de inteligencia del Imperio de Guillermo II. Allí, desempeñó sobre todo tareas de análisis político de los contendientes prusianos en las disputas geopolíticas de entonces. Todavía alejado del pensamiento marxista, se acercó a la política de la mano de las fuerzas conservadoras, autoritarias y antiizquierdistas de la monarquía prusiana.

Pasada la Primera Guerra Mundial y con el surgimiento de la República de Weimar, se acercó al pensamiento de izquierda y al Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD). Desde entonces, recorrió un camino progresivo hacia posiciones cada vez más radicales que lo motivaron a afiliarse en el Partido Comunista de Alemania (KPD). Allí integró el Comité Central y también fue representante de su partido en la Internacional Comunista.

Sus últimos años en Alemania, previos al exilio posterior al ascenso de Hitler, lo encontraron distanciado del KPD y en búsqueda de respuestas que pudieran renovar el pensamiento y los movimientos de izquierda del momento. En 1934 debió emigrar al Reino Unido, donde ejerció como profesor universitario, y en 1937 se radicó permanentemente en los Estados Unidos como profesor de la Brooklyn College de Nueva York. Allí murió en 1943.

II

El texto “Democracia y Socialismo”, a pesar de haber sido producto de sus años de exilio y docencia universitaria, lejos está de ser su texto más acabado en términos académicos. No parece tanto propio de un investigador renombrado como de un militante con intenciones claras de encender una acalorada discusión sobre los desafíos y tareas del socialismo frente al avance del fascismo europeo. 

Como su nombre lo indica, el libro investiga el vínculo histórico entre el movimiento democrático y el pensamiento socialista. Sería necesario contextualizar el escrito. En 1938 el fascismo se encontraba en franco avance en Alemania, Italia, España y Austria, por nombrar algunos ejemplos solamente europeos.  Por su parte, la Unión Soviética hacía años había degenerado en un Estado autoritario (categorizado como “capitalismo de Estado” por nuestro autor) y allí había comenzado la Gran Purga estalinista que liquidó a los grandes cuadros de Octubre de 1917, los líderes del Ejército Rojo que luchó en la Guerra Civil contra el zarismo y al conjunto de la oposición al estalinismo (con el asesinato de Trotsky en su exlio mexicano como corolario del proceso). En paralelo, hacía poco tiempo que las relaciones entre movimiento comunista y movimiento socialdemócrata habían virado desde una sangrienta oposición hacia una problemática colaboración para hacer frente al fascismo.

En ese contexto, Rosenberg publicó un escrito que buscaba rastrear los vínculos históricos, sociales, culturales y económicos entre los movimientos democráticos históricamente existentes y el socialismo surgido en el Siglo XIX y consolidado como movimiento de masas internacional en las primeras décadas del Siglo XX. En pleno Siglo XXI, este vínculo ya no es tan desconocido para nosotros. Fundamentalmente, gracias al trabajo de destacados pensadores, investigadores y militantes que hace décadas dedican su labor política y académica a esta cuestión. Pero en la coyuntura en la que se desempeñó Rosenberg, constituye un audaz intento de reconciliar al pensamiento socialista y anticapitalista con las ideas de libertad, autogobierno y cooperación. 

Rosenberg realiza un recorrido por la historia de la democracia que atraviesa Occidente desde que Aristóteles la identificó como el “gobierno de los pobres libres” hasta la Revolución de Octubre y las luchas antifascistas. Señala un mismo espíritu de igualación y de lucha contra la injusticia económica en el partido de Pericles, en Tarquinio, en las ciudades libres medievales, en las revoluciones del Siglo XVI en Holanda e Inglaterra, en la Revolución Americana y el partido de Jefferson, la Revolución Francesa y el partido de Robespierre, en todas las luchas alrededor de 1848 y en el socialismo desde entonces. Dicho ideal, para decirlo en breves palabras, consiste en la defensa de la libertad entendida como íntimamente ligada a la igualdad en las condiciones materiales de existencia. Es una lucha por la construcción de una vida sin interferencias autoritarias de las fuerzas estatales o económicas y que puede encontrarse tanto en las reformas de Pericles como en las revueltas campesinas tardo medievales, en el ala izquierda de la Revolución Inglesa como en los jacobinos de Robespierre, en las luchas de 1848 y más.

El libro desarrolla un análisis político, histórico y estratégico de los distintos movimientos que encarnaron este ideal democrático de autogobierno de las masas. Asimismo, identifica actores relevantes en esta historia, usualmente olvidados: los ya mencionados Robespierre y Jefferson, pero también Babeuf, Mazzini, Louis Blanc, Blanqui y muchos otros más. Este movimiento democrático histórico, además, necesariamente es presentado no solo como la lucha de proletarios industriales frente a la clase capitalista tal cual la concebimos hoy. También nos lleva a identificar como tales a ciertas luchas por la liberación nacional del Siglo XIX, a algunas luchas campesinas e incluso a sectores precisos de movimientos más amplios, siendo el caso más curioso el del ala campesina del gobierno de Juárez en México.

Nuestro objetivo no es resumir el texto ni tampoco señalar sus fortalezas y debilidades (no solo porque sería un acto de arrogancia frente a semejante intelectual, sino también porque escapa a las discusiones que buscamos incentivar). Como dije más arriba, la intención es presentar de forma breve algunas claves de lectura que nos permitan traer este texto a la coyuntura actual y hacerlo dialogar con nuestra realidad y nuestras necesidades.

III

La primera de las claves que me interesa presentar es leer este texto como un intento de restablecer al socialismo como tradición histórica. Quienes nos sentimos atraídos desde jóvenes al pensamiento de izquierda encontramos pocos indicios que nos lleven a pensar algo distinto a que el socialismo fue fundado por Karl Marx y Friedrich Engels cuando redactaron el Manifiesto Comunista. Sí conocemos expresiones como “socialismo utópico” con las que aquellos combatían, pero poco más que nos señale la raigambre histórica de semejante cuerpo de ideas. En Argentina usamos una expresión para estos casos: conocemos al socialismo como “nacido de un repollo”, es decir, como si fuera una creación metafísica de Marx y Engels de forma reactiva al sorpresivo surgimiento de la fábrica capitalista en la Europa de mediados del Siglo XIX. 

La idea de tradición histórica es muy potente. Creo que por dos motivos. El primero de ellos es bastante intuitivo: nos deposita en algo mucho más grande que nosotros, mucho más antiguo y por ende con riquezas y experiencias de las que podemos extraer mucho para la comprensión del mundo actual. El segundo es algo más elusivo, aunque se deriva del anterior. Se ha firmado el acta de defunción del socialismo demasiadas veces en los últimos años. Se ha declarado el triunfo del capitalismo y de la “economía libre de mercado” de la misma forma que se ha machacado cada intento de limitar la expoliación de la vida humana por las fuerzas capitalistas como un intento de revivir al ya perecido comunismo de la Guerra Fría. El pensamiento de izquierda, para sobrevivir a sus derrotas históricas (que han sido muchas), necesitó siempre de una pulsión de renovación, de un reflejo permanente de sacudirse su ropaje y acomodarse a las necesidades de comprensión de unas relaciones sociales capitalistas en perenne evolución. Entonces, el segundo motivo por el que la idea de tradición, paradójicamente, es muy potente en la actualidad es que nos demuestra que el socialismo ha atravesado derrotas mucho más dolorosas, profundas y aparentemente definitivas que la actual. Ha sabido renovarse; cuestionarse las pretendidas certezas para conformar un cuerpo de ideas atractivo para los actores sociales de cada tiempo histórico, más allá de las transformaciones estructurales que han atravesado las sociedades humanas en los últimos 2500 años.

Inscribir al socialismo en una tradición como la de la democracia es establecer una conexión entre los pobres de la Atenas antigua y los pobres del Siglo XXI informatizado, automatizado y globalizado. No se trata solo de sentirnos parte de algo grande y que nos trasciende, sino también sentirnos parte de una misma lucha que si ha sobrevivido a las transformaciones que el mundo conoció desde el 500 a.C. hasta la actualidad, es porque logró sobreponerse a adversidades y complicaciones como ninguna otra tradición. No es solo importante por la sensación de arraigo, de continuidad de nuestras convicciones a lo largo de los tiempos, sino también y en paralelo porque es un impulso hacia el cuestionamiento de lo actual y la revitalización de nuestras ideas, nuestras estructuras y nuestras estrategias.

Otra clave de lectura interesante es leer este texto como un manifiesto por una nueva transformación democrática. Rosenberg estudia las modificaciones históricas del concepto de democracia y demuestra cómo en diversos tiempos históricos ha remitido a actores sociales diferentes. Al final del libro, el historiador alemán nos dice que la democracia es “siempre un movimiento político determinado, apoyado por determinadas fuerzas políticas y clases que luchan por determinados fines”. Detrás de la aparente indefinición de la cita se esconde, en mi opinión, una idea muy definida de la tarea de los demócratas en todo tiempo histórico. Nuestra tarea es la de identificar en cada momento los siempre cambiantes grupos sociales que deben y quieren luchar por un ideal que sí se ha mantenido intacto y que es ínsito a toda nuestra tradición. Solamente el análisis preciso de la estructura social, política, cultural y económica nos permitirá identificarlos. Pero más allá de esas transformaciones, la democracia como movimiento responde a un mismo lenguaje que subterráneamente nutre, como el agua de lluvia a las plantas, el crecimiento de una contestación a las injusticias del mundo gobernado por los poseedores.

Así, si en la Europa de los albores del capitalismo “democracia” remitía a Robespierre y a las clases subalternas de la Francia posrevolucionaria, debemos cuestionarnos qué significa ser demócrata hoy. Aquello nos obliga a despojar a la idea de democracia de toda noción procedimental de la toma de decisiones de los asuntos comunes sobre los que el capitalismo nos deja opinar. Y nos fuerza también a restituir el sentido primigenio de la democracia: un movimiento que nunca ha sido otra cosa que la lucha de las personas despojadas de su libertad, de su propiedad y de su derecho a gobernarse a sí mismos por un mundo donde sea posible encontrarse como iguales en un espacio público construido en base a iguales condiciones materiales y simbólicas de existencia. Las fuerzas capitalistas han logrado convertir a la democracia, otrora sinónimo de Robespierre y sus sans-culottes, en una coraza protectora e impenetrable de las relaciones capitalistas de producción. En ese contexto, nuestra lucha por la democracia ostenta pocas chances de éxito. Por lo tanto, más útil y fructífero será llevar la disputa hacia nuestra democracia: la democracia de los pobres libres, de los trabajadores rurales, de los artesanos, de los trabajadores industriales y más. En suma, la de los “proletarios” en sentido antiguo, es decir, los ciudadanos sin propiedad. Es difícil exagerar la urgencia de esta tarea. Si aceptamos los marcos “democráticos” concedidos por las fuerzas que gobiernan el mundo actual, no existe espacio alguno para cuestionar las principales ideas-fuerza sobre las que se ha instituido la sociedad capitalista contemporánea: la propiedad, el trabajo, el dinero, el espacio público, el hogar. ¿De qué forma oponerse a la propiedad privada capitalista si aceptamos que la actual es la concepción “democráticamente conseguida” de aquella? ¿Cómo cuestionar la concepción capitalista del trabajo si nos restringimos a los marcos de discusión establecidos por aquellos mismos interesados en la permanencia de dicha noción? Si la democracia es esto que conocemos, poco espacio nos queda para oponernos “democráticamente”. Es una trampa tendida para empujarnos bien a la moderación, bien a la antipolítica. En cualquier caso, a la inmovilidad. No estamos ni en contra de la democracia, ni a favor de esta democracia. Somos la democracia, y por ende, nuestra lucha es por volver a construirla.

La tercera y última clave de lectura que me gustaría señalar es la lectura del libro de Rosenberg como un panfleto acerca de la estrategia de lucha frente al capitalismo. El texto conforma un aparato crítico para evaluar, a la luz del pensamiento socialista, la estrategia de los distintos períodos de batalla contra el capitalismo desde la Revolución Americana hasta la resistencia antifascista. También aquí reside su actualidad. Rosenberg elabora una lectura desprejuiciada y crítica de todos los actores en todos los contextos, señalando las debilidades y las fortalezas de cada caso. Lo que debemos retener, más allá de lo que pueda interesarle al curioso historiador aficionado sobre cada época en particular -aquí también, desde luego, es un texto muy esclarecedor- es el método y el núcleo de pensamiento al que remite para cada análisis concreto. El autor, en tanto convencido marxista, parte de la base de que si los marxistas queremos ser genuinamente tales necesitamos comprender la verdadera lectura marxista de la lucha de clases, tal y como Marx lo hacía. Es una invitación a la reflexión sobre Marx desligado de los prejuicios habituales acerca de su figura (el Marx economicista, el Marx obrerista, el Marx evolucionista, el Marx colonialista y una larga serie de Marxs que parece no tener fin). Marx se reconocía a sí mismo heredero de la lucha democrática y a lo largo de su vida sintió que su pugna era una y la misma que la que habían llevado a cabo los demócratas a lo largo de la historia. Su lectura táctica y estratégica estuvo siempre apoyada en esa convicción. Y si uno se considera marxista, no puede hacer menos que sentirse parte de la misma historia. No es un nuevo intento de defender a Marx de ninguna acusación; aquello no solo no es muy útil sino que tampoco se trata de idealizar un personaje históricamente situado, con errores, aciertos, fortalezas y debilidades. Pero sí es cuestión de recuperar su método.

Rosenberg incluso señala el déficit de los marxistas de la II Internacional en hacer honor a su propio guía intelectual. Las lecturas atentas de la historia nos proveen de herramientas para sortear obstáculos que más temprano que tarde se nos van a presentar. La lucha por el socialismo, que como vimos es la misma que la lucha por la democracia, debe ser consciente de que el clivaje fundamental de toda sociedad capitalista es aquel que enfrenta a las y los trabajadores contra los grupos dominantes. No es una lucha entre obreros e industriales, ni ninguna otra reducción. Sería imposible ser marxista si así fuera, teniendo en cuenta el retroceso de la economía industrial tal como la conocemos en todo Occidente. En cambio, mucho más interesante es pensar el camino al socialismo como uno plural, donde ciertamente existe un grupo que por su lugar en el sistema de relaciones capitalistas será el que más rápido experimente la necesidad de cambiarlo y el que más temprano encuentre la forma de hacerlo efectivamente. Esa realidad no obtura, sin embargo, la construcción de espacios amplios y democráticos que busquen una real experiencia de autogobierno de las masas durante toda la lucha que tenemos por delante para la construcción de una sociedad futura. Rosenberg mismo apunta que todo movimiento como el que describimos debe ser muy consciente de los intereses específicos de sus miembros. La verdadera virtud en la articulación surgirá cuando esos intereses, a veces divergentes, sean defendidos en una unidad estrecha y beneficiosa para todos y todas.

No hay lugar para sectarismos, pero tampoco para el auto-refugio en nuestros espacios de socialización. La comodidad que experimentamos en los lugares cercanos cultural y socialmente a nosotros es más un obstáculo que una ventaja. La consolidación de los vínculos con otras realidades que, por más diferentes que sean en la superficie, comparten una misma experiencia de explotación es una cuestión ineludible.

¿Qué significa, en nuestro tiempo, esto que suena tan bello y armonioso? Significa una tarea dura e incansable por la articulación de todos los espacios subalternos, en términos nacionales e internacionales, y por la construcción de un movimiento cooperativo, novedoso y con voluntad de reformas radicales al sistema existente. 

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